viernes, 13 de febrero de 2009

Ana - Las 20 palabras

La puerta chirrió cuando la abrí. Entré. No había nadie.
Eché un vistazo general a la casa mientras me comía el trozo de pan que me había sobrado de la merienda. Debido al polvo acumulado estornudé y me limpié la nariz con unos pañuelos que acababa de comprar. No escuché los pasos ni la silueta que se iba acercando a mi espalda, siguiendo mi rastro, mi miedo...
Subí las escaleras que conducían al piso de arriba. Ya en lo alto vi un largo corredor con habitaciones a ambos lados y entré en una de ellas. Era un dormitorio pequeño, oscuro ya que las ventanas estaban tapadas con tablones podridos. Quité esos listones para ver el paisaje y un fogonazo de luz inundó la habitación dejando ver una cama, un armario infantil al que le faltaba una puerta y un escritorio en el que había muchos folios amontonados. Me acerqué a ellos y les eché un vistazo. Eran canciones. Canciones horribles que hablaban de niños muertos que paseaban por las calles con las cuencas de los ojos vacías, o de fantasmas que deambulaban por la ciudad intentando resolver asuntos pendientes. Miré al suelo y vi un caballo tallado en madera, precioso, con una larga cola que parecía que se movía. Lo metí en el bolsillo de mis vaqueros.
Bajé a la planta baja. Miré con más detenimiento los objetos que me rodeaban: fotos antiguas sobre cómodas esculpidas a mano, un espejo de madera con el cristal rajado por los años de abandono, puertas con adornos de demonios y escenas tenebrosas. Toda la casa era de un estilo gótico, con un aire misterioso, se notaba que esa casa ocultaba algo...
Desde la ventana de lo que debía de haber sido hace muchos años el comedor ví un río con unas cuantas barcas en el muelle.
Me dirigí a la puerta para investigar sobre los alrededores, pero un brazo robusto me agarró y de un tirón me dio la vuelta, las piernas me fallaron y caí al suelo. Sentí dolorosamente como ese ser me cogía del pelo y me arrastraba a través del pasillo, diciendo: “ese caballito es mío, ese caballito es mío”. No podía gritar, nunca olvidaré esa sensación, todo parecía irreal, como en esos sueños en los que quieres correr pero no puedes.
Me llevó al sótano, y allí me dejó caer escalón por escalón, mi columna chocando contra los peldaños hasta que mi cabeza dio con la barandilla y paz... perdí el conocimiento.
Cuando me levanté, ¿a los 10 minutos? ¿ a las 3 horas? No sé, sentía un fuerte dolor en mi cabeza. Me desnudé para poder limpiar mis heridas, la sangre se había secado y la ropa se había pegado a mi piel. Me volví a vestir. Luego oí pasos al fondo del pasillo, y rápidamente me acurruqué en un rincón del zulo en el que me encontraba.
La puerta se abrió y ahora pude ver con más claridad al monstruo que escondía esta casa: una silueta negra se alzaba en lo alto de la escalera, vestía una túnica negra que iba arrastrando por el suelo y su rostro estaba cubierto con una máscara blanca. Bajó las escaleras con la agilidad de un felino y con la misma fiereza me agarró del brazo, levantándome bruscamente. Me condujo hacia las escaleras en las que tropecé un sinfín de veces por mi debilidad.
Arriba olí un fuerte olor a quemado, dirigí mi mirada al enmascarado y pude intuir que detrás de su máscara tenía una sonrisa sicótica.
Fuera una gran hoguera se elevaba majestuosa llenando el cielo de un humo que olía a muerte. Alrededor de ella había piedras sujetando un poste. Mi agonizante fin se cernía ante mis ojos. Iba a morir quemada.

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