sábado, 7 de febrero de 2009

Elena - Mariquitas

- Te he dicho que me quiero ir de aquí.

Desde luego, la situación no podía ser peor. No sabía por qué tenía que pasar una temporada en aquella horrible casa. Y peor aún, ¿por qué tenía que ser con Yuki? No, estaba claro que ese tipo nunca llegaría a caerme bien.

Según mis padres, "me vendría bien pasar una temporada en el campo". Eso no quería decir que tuviera que irme a una casa en medio de la montaña rodeado de bichos y cosas por el estilo. Y para colmo con mi "querido amigo".

- Deja de quejarte, pesado.

- ¡Pero es que es verdad! - grité, harto.

- ¿El qué es verdad, que eres un pesado? - me preguntó en tono burlón .

¿Veis por qué digo que es insoportable? No hay quien lo aguante.

- Déjame en paz y dime de una vez para qué me has llamado - le pregunté con brusquedad.

Lo admito. La verdad es que no podía evitar ser así de gruñón con él; tenía que demostrarle en cada momento lo mal que me caía. Pero esto, en vez de disgustarle, parecía divertirle.

- Verás, necesitamos más leña para esta noche, así que deberíamos salir ya, antes de que anochezca.

Casi todos los días salíamos al bosque para recoger leña o comida, pero hoy se nos había hecho tarde. Yuki me decía que salir fuera por la noche era peligroso, porque había lobos asesinos y osos hambrientos. Yo no me creía ninguna de sus chorradas, pero tampoco me hacía gracia tener que salir por la noche.

Cogimos las mochilas y comenzamos a caminar. Nos dirigíamos a una zona del bosque donde había decenas de robles, para recoger sus ramas secas.

El suelo estaba lleno de barro y me estaba manchando los zapatos. Yuki caminaba muy rápido y no parecía cansarse nunca.

Llegamos hasta un pequeño río y lo cruzamos saltando sobre las grandes piedras, pero entonces pisé una mojada y me resbalé. Cómicamente, caí hacia atrás y me pegué un buen golpe en el culo. En otra ocasión me hubiera reído.

- ¡Ja ja ja, pero qué patoso eres! – rió Yuki .

- ¡No te rías de mí, me he hecho daño!

Yuki me ayudó a levantarme y seguimos caminando; yo calado hasta los huesos, y él partiéndose el culo de la risa.

Miré hacia el cielo: ya había anochecido.

Por fin llegamos hasta el claro donde estaba la leña, pero curiosamente no había nada.

- Pero, ¿por qué no hay leña? – pregunté.

- Buf, esto es perfecto.

De pronto, una mariquita pasó frente a mis ojos y se posó en el hombro de Yuki. Después siguió su rumbo.

- ¿Sabías que en realidad las mariquitas son extraterrestres? – me preguntó al cabo de un rato, muy serio - .

- Yuki, no tengo seis años.

- ¡En serio! En realidad vienen de la Luna. Y cuando termina el verano, vuelven allí.

No estaba seguro de qué tipo de cosas pasaban por la mente de ese tío. Y prefería no saberlo. Todo lo que decía, aunque sonaba ridículo (o quizás por este motivo) me hacía un poco de gracia.

De pronto Yuki empezó a correr hacia el final del bosque.

- ¿Pero qué haces? ¿A dónde vas? – le pregunté gritando .

Le seguí corriendo durante un rato, y acabé perdiéndole de vista.

- ¡Yuki! – grité -.

- ¡Ven aquí!

Fui hacia donde sonaba su voz, y entonces salí del bosque.

Estábamos en una llanura, y a lo lejos se veían las montañas. Yuki estaba mirando el cielo. Cientos de estrellas, colocadas sobre el manto negro, iluminaban el prado. La Luna llena, orgullosa, nos mostraba todo su esplendor, como riéndose de nosotros.

Otra mariquita pasó junto a mi oreja, posándose en la hierba. Había muchas. Eran como luciérnagas de color escarlata.

- Es hermoso, ¿verdad? – me preguntó -.

- Sí, sí que lo es.

Y entonces me di cuenta de que Yuki amaba aquel lugar. Para mí, el tener que estar rodeado de insectos y vivir apartado de la ciudad no era muy agradable, pero él disfrutaba allí. Realmente era feliz. Y el poder comprender sus sentimientos me hizo dejar de odiar aquel sitio.

Se dio la vuelta y me miró, como si supiera lo que estaba pensando. Entonces sonrió, y en ese instante, miles de mariquitas echaron a volar. Volaron hacia el cielo muy, muy alto, hasta confundirse con las mismísimas estrellas. Tal como me había dicho, parecía que quisieran llegar hasta la Luna.

Nos tumbamos en la hierba y observamos el cielo, ahora lleno de lunares escarlata.

Y pensé en el universo, en lo enorme que era y lo pequeños que éramos nosotros. Lo pequeño que era nuestro mundo. Pero al fin y al cabo, ¿qué más daba, si en la vida se podían disfrutar de momentos como ese?

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