sábado, 7 de febrero de 2009

Ana - Mariquitas

Ángel observaba divertido a la pequeña niña, que jugaba entre las olas que rompían en la orilla de la playa. Ella le saludaba, de vez en cuando, atenta a la mirada de su padre, para no perderlo de vista. Bajo su sombrilla de rayas azules, se refugiaba de un terrible y abrasador sol de agosto. A lo lejos el rumor de la ciudad, los coches, la gente con prisa...
Se tendió sobre la arena húmeda para sentir el suave olor a tierra mojada, mientras el abrazo de las olas le acariciaba la planta de los pies.
Alzó la vista, el sol escondiéndose del mundo tras las nubes, el cielo tiznándose de un rojo sangre, la brisa del atradecer acariciándole el rostro y revolviéndole el pelo.

-¡Papá, papá!- le llamaba
-¿Dime?
- Mira lo que he encontrado ¡son rojas!
- ¡Mariquitas! Me recuerdan a cuando yo era pequeño e iba con mis padres a la playa. Cuando volvíamos a casa y limpiábamos las cosas quitándoles la arena, siempre, no fallaba ni una vez, había mariquitas rojas, como esta, enganchadas en la tela de la sombrilla. ¿Cuánto hace de aquello...?

Este recuerdo, corto y fugaz en su mente y aunque no pudiera recordar muy bien los detalles, le arrancó una sonrisa, la primera en mucho tiempo. Al menos seguía teniendo algo propio y que nadie le podía quitar: sus recuerdos, la imagen de las mariquitas en la tela de la sombrilla.
Suspiró. Las 8 y 40, sólo quedaban 20 minutos...un juez gordo, de cabello despeinado y gesto grave, le dio la custodia de su hija pequeña a su exmujer, una tarde de invierno lluviosa, en una sala con jurado y abogados, que le arrebataron de sus manos lo único que le quedaba en esta vida y por lo que había luchado tanto. No puede ser que una persona que no me conoce de nada, pensaba, me quite a mi tesoro, a mi niña, la razón de mi vida. No es justo, no tienen derecho...

-¡No tienen derecho!- exclamó en voz alta, lo suficientemente alto para que Amaia diera un salto del susto.
-¿Qué es papá?
- Nada. Ven Amaia, coge tu mochila, que nos vamos.

La niña se fue acercando jugando con los pequeños bichitos rojos y negors que volaban a su alrededor.
Los dos, padre e hija, echaron a andar por la playa, de nuevo para mezclarse con el mundo, para respirar el humo de los coches, para escuchar a la gente quejarse de cosas banales...

Dejó a la niña en la entrada de la casa de su madre, la besó en la frente y la siguió con la mirada hasta que la pequeña subió las escaleras que conducían a la puerta. Sólo echó a andar cuando vio por una pequeña ventana, una silueta de mujer que él conocía muy bien, acercarse para abrir la puerta.

Volvió cansado a su cutre apartamento, pasó por delante de su casero, que en vez de saludo le obsequió con un gruñido. Introdujo la llave en la cerradura de su puerta y escuchó como el mecanismo encajaba con los dientes de la llave.
La puerta cedió y le dio la bienvenida un olor a melancolía y soledad. Fue a la entrada y allí soltó la sombrilla. Se dirigió al dormitorio, se desvistió y sacudió cuidadosamente cada uno de los bolsillos de la ropa, de los cuales salían puñados de arena que sigilosamente se había colado.
Regresó a la entrada y allí se quedó mirando la sombrilla, se acercó a ella, la abrió cuidadosamente y... allí estaban un montón de puntitos rojos en la tela de su sombrilla azul. Sonrió y miles de mariquitas echaron a volar.

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